Sala 407
En la diáspora trasatlántica, desde el comienzo la cuestión del exilio resulta indisociable de la historia de las relaciones entre España y América Latina, de los espectros de la colonia y del imperio. Al tiempo, sin embargo, los exilios permiten imaginar otras relaciones entre lo español y lo latinoamericano. En tal contexto, no pocos intelectuales –como Sánchez-Albornoz– pondrán las tradiciones metropolitanas al servicio de las necesidades excluyentes de las repúblicas ultramarinas y de la búsqueda de legitimación de las élites letradas criollas. El franquismo también va a fomentar (Instituto de Cultura Hispánica mediante), una comprensión de la Hispanidad como alianza antigua de una legitimidad patriarcal, no-negra, no-india y sí-católica, que, además, en el contexto de la Guerra Fría, se reclama anticomunista.
Frente a esta comprensión del destierro, donde el encuentro con «lo otro» solo refuerza los propios prejuicios, para una gran parte de los exiliados la diáspora representa precisamente la oportunidad de cuestionar las categorías nacionales, históricas y raciales sobre las que se fundamenta el discurso de la Hispanidad y sus propios orígenes. Se trata de una posición que acá llamaremos «terciaria», la cual niega a la vez el lugar preasignado para lo propio y para lo ajeno, y abre así la posibilidad de otros encuentros, de otras relaciones, otras alianzas. No es una posición voluntarista: la condición subalterna, desposeída, de los exiliados hace nacer imprevistas formas de solidaridad y empatía hacia los demás condenados de la tierra. Ante el trauma del desarraigo tres eran las opciones: redescubrirse indio por apátrida, fantasearse conquistador (reafirmando la propia identidad excluyente) o, directamente, entregarse a la anomia o la locura.
A partir de esta apertura hacia una «identidad tercera», Américo Castro desde su exilio, revoluciona la historiografía española gracias a su conocida tesis de «las tres Españas», tesis que cuestiona los límites esencialistas de la historia nacional-católica establecidos por Menéndez Pelayo. Así, Castro inscribe en el corazón de la historia española, la alteridad oriental, ese otro, judío o musulmán, que, a pesar de su expulsión, exterminio o borrado, sigue determinando el lenguaje y las formas culturales hegemónicas de la nación. A partir de Castro, la historia española pasa a concebirse como una acumulación de exilios sucesivos, de expulsiones y borrados que, una vez que cruzan el océano, pasan a formar parte de una más extensa historia de dominación colonial, genocidio indígena y modernización esclavista. Muchos republicanos españoles, como los hermanos Mayo, aprenden a verse como apátridas precisamente al documentar la exclusión de lo negro y de lo indio que practican sus sociedades de acogida. Pero también vieron las formas de sincretismo y resistencia que esas comunidades subalternas oponían. Y proyectaron su propia experiencia sobre las mismas.
Desde esa mirada tercera, que alguien podría querer llamar mestiza, Alfonso R. Castelao —emigrante, pintor, intelectual galleguista y representante del Gobierno de la República en el exilio—, expresa su propia desolación en las calles nevadas de Manhattan a través de sus Dibuxos de negros (1939). Detrás resuena la participación afroamericana en la Brigada Abraham Lincoln y la propia experiencia de García Lorca en el Renacimiento de Harlem. La denuncia lorquiana de las condiciones de vida en el corazón de la Babel capitalista conmueve en las redes del exilio cuando José Bergamín edita Poeta en Nueva York (1940), que aparece a la vez en México (Editorial Séneca) y en Nueva York. Al tiempo, creadores afroamericanos como Langston Hughes —traductor de Lorca— o Wilfredo Lam, encontraron en la causa republicana, el espejo invertido de aquel con el que los exiliados españoles trataban de buscarse a sí mismos sobre una inmensa América.
Aunque el interés de los exiliados por la realidad americana adopte a veces tonos pintorescos, exotizantes, suele guardar detrás resonancias profundas. Detrás de los paisajes occidentalistas de Miguel Prieto, se redescubren alegorías políticas de la Conquista, y comentarios sobre la duración de sus violencias. El costumbrismo opera en ocasiones solo como un «traje del salvaje», un lugar desde el que proteger, y encriptar, la propia condición apátrida. El llamado «criollismo» del exilio será así un permanente juego de espejos y dobleces. Así, en los figurines de Victorina Durán (o de Manuela Ballester), el arte popular sirve de puente para pensar España en tanto que América, y viceversa, a partir de los elementos compartidos de sus «trajes regionales».
Otros exiliados se aproximan al universo precolombino con compromiso y respeto, presentando, frente al deseo de dominio de las modernas urbes mexicas, la importancia de lo indígena. Este es el argumento de Raíces (1954), cinta que explora la dramática supervivencia de los mundos originarios en su conflicto con la modernidad capitalista, obra del mexicano turco-sefardita Benito Alazraki, con cartel del valenciano Josep Renau y guion del gallego Carlos Velo.
Lo indígena acabó por ofrecer un soporte simbólico a la experiencia de la diáspora, así en las obras del trotskista gallego Eugenio F. Granell como El Indio Tupinamba (1959) o en su serie de «cabezas» indígenas, de clara matriz picassiana, donde lo mesoamericano viene a ocupar el lugar de lo negro. Esta sensibilidad mestiza organiza su colección de máscaras caribeñas: vinculadas a rituales sincréticos, a través de ellas lo pagano europeo se reencuentra con lo indígena americano en la periferia del ritual católico. Destaca la careta guatemalteca llamada del «Moro Muza», máscara a su vez enmascarada que hace a los mayas herederos imprevistos de lo musulmán expulsado de la península. Estas máscaras son primas de otras, las de las fiestas de «moros y cristianos» que estructuran el Carnaval de Huejotzingo, filmado en 1958 por Fernando Gamboa y Manuel Barbachano Ponce, o de los atavíos de las danzas concheras pintadas por Antonio Rodríguez Luna. Para todos, las máscaras serán el espacio de negociación que le queda a un rostro que ya no puede reconocerse en su reflejo.
Amparo Segarra y Granell alimentan al tiempo un fichero temático, verdadera «enciclopedia de la diáspora». De las matanzas indígenas en Estados Unidos a las danzas mestizas del Caribe, de las pinturas «tribales» del pacifismo sesentayochista a la retirada de las estatuas de Colón, de los ingenios azucareros cubanos a las nuevas formas de esclavitud contemporánea, las categorías que les interesan ponen en contacto a todos «los otros» de los distintos proyectos de dominio e imperio modernos, testimoniando al tiempo su resistencia y supervivencia a los mismos.