Considerado como una las figuras más enigmáticas e inclasificables del pasado siglo, James Lee Byars (Detroit, 1932 – El Cairo, 1997) construyó una original poética basada en un fecundo cuestionamiento de todo aquello que sobrepasa los límites de la lógica y en una búsqueda de la perfección y belleza mediante el empleo de las formas más simples. A caballo entre el misticismo, la espiritualidad y la corporalidad, el lenguaje visual y el performativo, la práctica excéntrica de Byars es indistinguible de su figura y presencia física, siempre ligada a una soledad y oscuridad insondables. Su obra abarca la escultura, la instalación, la performance, el dibujo, la palabra o el montaje de sus propias exposiciones, que el artista concebía como instalaciones en sí mismas.
La cultura japonesa impregnó tempranamente el pensamiento estético de Byars y fue una constante fuente de inspiración para su vida y obra. El peso de la tradición zen en su práctica se enmarcaba en una corriente más amplia del lenguaje de la vanguardia norteamericana que desde principios de la década de 1950 traslucía la influencia de las filosofías originarias de Asia. La búsqueda de una nueva definición del ser y de la conciencia evidenciaba un rechazo hacia Occidente y, en general, hacia la modernidad, compartido por artistas, escritores y músicos como Mark Tobey, Morris Graves, John Cage, la generación beat y Fluxus, entre otros.
Según Byars, el arte logra transcenderlo todo y requiere transitar conceptos y contextos. La experiencia estética no resulta del mero encuentro de las obras con el espectador, sino que se da en las formas en las que este advierte el sentido de pertenencia de los objetos a un escenario determinado, lo que activa el engranaje preciso para la vivencia de un momento perfecto en el que la belleza nace y se desvanece. Byars poseía un instinto nato para los ritos ceremoniales y la experiencia del arte como un encuentro momentáneo con la belleza guio su camino como artista.
La legendaria composición de Cage 4’33’’ (1952) cautivó prematuramente su atención y le sirvió para constatar el extraordinario potencial del silencio como gesto performativo. Su fascinación por las estéticas zen y budista, la poesía haiku, los rituales shinto, el teatro noh, la caligrafía o el origami, le llevaron a asimilar conceptos como el mu (el vacío), una expresión de la perfección y de la belleza que resulta del estado mental denominado satori.
Entre 1958 y 1967 vivió durante largos periodos en Japón. Allí elaboró sus primeros objetos híbridos en papel. Se trata de obras físicamente performativas que operan en la intersección entre el dibujo, la escultura y la performance. La concentración en el detalle y lo efímero, la libertad de elegir el tiempo y el lugar para acciones clandestinas o el uso recurrente de oro y geometrías simples son constantes que vertebran toda su obra, brindando interpretaciones amplias y abstractas del espacio y del tiempo. El círculo, el triángulo y el cuadrado simbolizan la apertura de la mente y los sentidos hacia la expansión infinita del cosmos. El templo Kinkaku-ji, o Pabellón Dorado, de Kyoto representaba para Byars lo sublime a que debían aspirar sus propios objetos, que no consideraba interesantes por sí mismos, sino porque funcionaban como revulsivo para la transmisión de sentido al espectador.
En 1967 regresó a Estados Unidos, más concretamente a Nueva York, donde el arte minimal, conceptual y Fluxus dominaban la escena artística, aunque Byars definía su práctica como “barroca minimalista”, distanciándose de las corrientes en boga. Ese año realiza The Film Strip y The Giant Soluble Man, performances en las que el artista asignaba determinados roles al público. Byars llamó plays a las acciones performativas que realizó entre 1968 y 1969. Ejemplo de esta intensa actividad son 1.000.000 minutes of human attention; Life’s Six Likes; Dress for 500, realizadas con prendas de vestir y la participación de estudiantes; o The World Question Center, producida gracias al apoyo del Hudson Institute. El proyecto, medular en la práctica interrogativa de Byars, consistió en telefonear a profesionales de diversas disciplinas para que formulasen la pregunta que, en su opinión, identificaba las urgencias del momento.
Su primera exposición en Europa tuvo lugar en 1969, en el Wide White Space de Amberes. Conoce a Marcel Broodthaers, con quien compartirá una honda admiración por Stéphane Mallarmé, a quien ambos consideraban un referente para su propia exploración de las posibilidades del vacío y de la página en blanco en la arquitectura del espacio. También en 1969, presentó la instalación This is the Ghost of James Lee Byars Calling en la Kunsthalle de Düsseldorf, donde la presencia espectral del artista ocupaba toda la sala. La propia evocación lingüística del fantasma tiene que ver con su obsesión por la muerte y la ausencia como expresión del vacío.
A finales de la década de 1970 y principios de la de 1980, Byars empezó a construir escenografías para sus objetos, pintando paredes de rojo para representar actos de desaparición. Estos ambientes recuerdan los décors de Broodthaers y tratan de involucrar al espectador en una experiencia del contexto que, generalmente en el caso de Byars, está cargado de asociaciones mágico-místicas. Al igual que el artista belga, Byars recurría a vitrinas, pedestales y mobiliario clásico para crear atmósferas que inspiraran estados de ánimo. Dicha apropiación de los dispositivos de exposición habituales en museos no estaba motivada por su interés en la crítica institucional, como es el caso de Broodthaers, a quien le une sin embargo la fascinación por el objeto libro. Según el historiador y curador Jordan Carter, en ausencia de palabras, la pregunta perfecta en el léxico de Byars sería un libro sin final, un ejemplar singular de forma y contenido imperecedero.
En 1972, Harald Szeemann le invitó a participar en la documenta 5 de Kassel, donde presentó Introduction to documenta 5 y Calling German Names, performances que marcaron un punto de inflexión en su carrera. En 1974 realizó The Philosopher Stones empleando por primera vez un material perdurable como la arenisca en la factura de sus esferas. Ese mismo año exhibió The Hole for Speech en la Galerie René Block de Berlín e inauguró la exposición The Golden Tower en la Galerie Rudolph Springer de la misma ciudad. Szeemann propuso al artista participar en la Bienal de Venecia de 1975, en la que presentó James Lee Byars Does the Holy Ghost, una figura humana de algodón desplegada por la multitud en la plaza de San Marcos. A partir de entonces Byars mantuvo estrechos lazos con Italia, especialmente con Venecia, donde trabajó y residió durante la mayor parte de la década de 1980.
Desde 1979 en adelante, se sucedieron varias exposiciones monográficas de gran calado: en la Kunsthalle de Berna, que reunía su trabajo escultórico casi exclusivamente; en el centro de Appel en Ámsterdam (1981), que incluía performances de Byars a lo largo de un año; la documenta 7 de Kassel comisariada por Rudi Fuchs; la retrospectiva en el Van Abbemuseum de Eindhoven (1983) en la que se mostraban instalaciones en textiles de gran tamaño como The Devil and His Gifts; en la Kunsthalle de Düsseldorf (1986), donde presentó una serie de esculturas de mármol en salas completamente pintadas de rojo; o en el Castello di Rivoli (1987), en la que predominan sus obras de revestimiento dorado. La primera retrospectiva del artista en nuestro país tuvo lugar en 1994 en el Institut Valencià d'Art Modern y estuvo comisariada por Kevin Power y programada por Vicente Todolí, comisario de su última exposición en vida en la Fundación Serralves en 1997, quien también está a cargo de la presente exposición en el Palacio de Velázquez.
En esta muestra, organizada por el Museo Reina Sofía y Pirelli HangarBicocca de Milán, se traza un recorrido por la trayectoria de Byars desde la década de 1980 en adelante. Para la selección de obras se ha tenido en consideración el planteamiento metodológico del artista a la hora de abordar el montaje de sus propias exposiciones. Se ha enfatizado así la centralidad del espacio del Palacio de Velázquez, cuya marcada simetría resalta la monumentalidad y la simplicidad geométrica de las piezas que se encuentran ubicadas en los distintos ejes. Se presentan trabajos de gran formato realizados en materiales preciosos y refinados ―como mármol, seda, pan de oro y cristal― que combinan armoniosamente con geometrías mínimas y arquetípicas ―como prismas, esferas, pilares― para proponer juegos de referencias cruzadas entre forma y contenido.
Entre las obras expuestas destacan las esculturas The Golden Tower with Changing Tops (1982), un tótem dorado de casi cuatro metros de altura que recoge las investigaciones del artista en torno a lo inmutable; The Door of Innocence (1986- 1989), una escultura de mármol dorado en forma de anillo que simboliza el tránsito y la transformación; The Tomb of James Lee Byars(1986), donde el artista encapsula metafóricamente en una esfera de arenisca los conceptos intangibles de espiritualidad y pureza, los cuales contrastan con este material poroso y estratificado. Cabe señalar también la instalación en la zona central del Palacio Red Angel of Marseille (1993), compuesta por mil esferas de vidrio rojo dispuestas sobre el suelo con la forma reducida a su esencia de una figura antropomórfica. La connotación angelical sugerida por el título invita a reflexionar sobre los vínculos entre lo material y lo divino.
La exposición del Palacio de Velázquez se completa con algunas piezas tempranas, como Self-Portrait (ca. 1959), que permiten apreciar el uso del humor por parte del autor, además de con extensa documentación de su actividad performativa. En este sentido, la muestra pone de relieve la desaparecida instalación La esfera de oro que el artista presentó en Granada en 1992, y para cuya inauguración organizó una performance en colaboración con el artista y poeta Miguel Benlloch (Granada, 1954 – Sevilla, 2018). Benlloch desarrolló, a partir del devenir posterior de la obra, su instalación O donde habite el olvido (2000), incluida también en la exposición. Entre el material documental, se incluyen numerosos libros y cartas, que para Byars constituían una extensión de su práctica artística y que cuidó al máximo, desde la elección del papel, la forma, el color hasta su contenido. La críptica sintaxis, el empleo de abreviaciones en mayúsculas y la caligrafía ornamental de Byars encapsulan un programa estético completo.
Atendiendo a los múltiples significados alegóricos y formales de la materia explorados por el artista, la exposición se centra en los principales temas que atraviesan su obra, como la búsqueda de la perfección, el cuestionamiento plural como material artístico, la duda como planteamiento existencial o la finitud del ser humano. Es una invitación a reflexionar sobre el potencial del arte para desencadenar experiencias estéticas especialmente atentas a las entidades físicas y espirituales. Byars buscó a menudo la implicación de los públicos a través de acciones temporales o intervenciones a gran escala en las que planteaba diferentes preguntas de manera directa o indirecta; en muchas otras ocasiones él mismo era el encargado de activarlas. Desde su muerte en 1997, este último aspecto suscita interrogantes sobre las conexiones visuales y simbólicas de una obra en la que la presencia del siempre carismático Byars ―sus gestos, rituales e indumentaria― resulta clave.